1. ¿Se puede saber adónde vas?

Viajo a Etiopía porque no sé cómo estar aquí. Me quedo sin trabajo. Hay quien hace de su paro una bandera, ser inútil contra ellos. Siempre me gana el pánico. Corro tan lejos como puedo. Arrastro mi maleta y me tapo los ojos cuando paso junto a la oficina de desempleo. Somos -leo en Barajas- la puerta de Europa.

Viajo a Etiopía porque R me ha invitado. R trabaja en Addis Abeba y cofinancia mi locura. Me saca, es amiga muy adentro. 

Viajo a Etiopía. Punto. Qué más quieres saber.

Cambia de cielo, no de alma, quien los mares surca.
Horacio

2. El techo de África

Solo se me ocurre una manera digna de conocer África: trabajando. Cualquier otro acercamiento la convierte a ella en escaparate y a ti en obscena. No voy a Etiopía por trabajo. Tengo obesidad moral.

Miro Addis Abeba desde la ventanilla del coche. Las cabras pasean su sarna junto a los palacetes ministeriales de un partido sin oposición. Chabolas semiderruidas ofrecen plástico de colores. Su miseria: mi Barrio Rojo.

Junto con Liberia, Etiopía es el único país africano que no fue colonizado por Europa. La invasión de Mussolini fue tan corta como la virilidad herida de todo dictador. No los salvó la fuerza patriótica de su ejército, ni la complejidad cultural de su civilización: simplemente eran cristianos. En consecuencia no hay menos hambre ni más justicia ni menos conflictos bélicos que en otros países de África. Hay orgullo. Un orgullo insensato. La altitud geográfica del país roza una media de 2.000 metros. Pero lo más alto que tiene Etiopía no es el Ras Dashen, es el mentón.

3. Que no se mueva nadie

Mi amiga R tiene un retiro de trabajo en Debre Zeyit con los jefazos de su institución. La acompaño al resort Adulala, regentado por un mejicano muy nervioso que asegura ser de Barcelona antes de descubrir que nosotras somos Spaniards. Hablamos en inglés. Nos cuenta que ha sido contratado por un magnate para dotar al resort de "estándares europeos", sintagma que repite siempre que puede. No parece haber huéspedes, pero tienen un servicio de doscientas cincuenta personas. Antes se largaban en cuanto cumplía su hora de trabajo, nos dice. A ver si comprenden de una vez por todas que de aquí no se mueve nadie hasta que el cliente se vaya.

Etiopía tuvo un régimen comunista entre 1977 y 1991, el Derg. Aún hoy, atención al público no significa servilismo. Recuerdo haber justificado hace tiempo con esa misma hipótesis la brusquedad de los camareros en otro país excomunista: Estonia. Un vendedor fuerza la sonrisa en Kansas; levanta una ceja en Taillin.

Miento. Hay mucho servilismo en Etiopía, lo que no hay son muchos resorts.

4. Poema turístico

Aterricé en Etiopía y fui a hacerme la pedicura. Me lo ofrecieron y acepté. Para que nadie se ofendiera. Permitiría cosas atroces con tal de que nadie se ofendiera.

Permití que Betty se arrodillara, ese era su nombre, me dijo. Quién se llama así en Etiopía. Permití que Betty se arrodillara y me limpiara el talón y el tobillo y la planta del pie y los dedos y también las uñas, permití que limase todo lo feo que había en mí, que se arrodillara.


Detesto pintarme las uñas. Pero no le pedí que lo dejara: le pedí que escogiera un color. Ponme tu favorito. Como si ceder la iniciativa rompiera algo, la relación de Betty conmigo. Eligió el rosa chicle de mi camisa.


Acepto que me sirvan cerveza, que cultiven lo que como y cosan lo que visto: acepté que me hicieran la pedicura. Tan solo hay una diferencia simbólica. Eso pensé, simbólica. Y dejé a Betty que siguiera.

5. Caídas libres

Camino del aeropuerto, atravesamos una calle recién inaugurada con banderas de todo el continente. Se está celebrando en Addis Abeba el cincuentenario de la Unión Africana. Las han colgado tan altas que casi no pueden verse. Mientras las miro ondear, se me ocurre que en realidad son banderas de señales, como las que se usaban en la navegación marítima para transmitir mensajes entre barcos, cada bandera una letra de un alfabeto internacional que no entiendo. A) Tengo un buzo sumergido. Manténgase alejado y reduzca velocidad. O) Hombre al agua. V) Necesito auxilio.

El único Estado africano que no forma parte de la Unión es Marruecos. Se retiró porque muchos de los países miembros apoyan el Movimiento para la Liberación del Sáhara Occidental. No es el único conflicto en su seno. En el aeropuerto, Ethiopian Airlines, calificada como mejor compañía aérea del continente, aprovecha la ocasión: La Unión Africana te da esperanza. Ethiopian Airlines le pone alas.

Volamos hacia Bahir Dar. La gente se sienta donde quiere y deja sus bultos en los pasillos. Suenan móviles durante el despegue. Los pasajeros responden. Me acuerdo del bodrio apocalíptico It's all about love, donde sale Sean Penn hablando por su móvil en pleno vuelo. Si eso es lo que Thomas Vinterberg entiende como una escena del futuro, es que no ha venido al Cuerno de África.

Turbulencias. Me asalta una duda trágica: ¿se corresponderá la informalidad de los pasajeros con una informalidad en el pilotaje? El prestigio de la compañía la avala. Seguro que su índice de siniestralidad es semejante al de cualquier otra compañía del mundo. O no, y estoy poniendo en riesgo mi vida a cambio de una experiencia africana. El primo de mi abuela era probador de paracaídas. Se lanzaba siempre con dos por si le fallaba el primero. Murió en un accidente de tráfico. Las caídas libres relativizan la percepción del peligro. Tengo miedo de vomitar en la bolsa de papel donde tomo estas notas.

6. À la recherche de Rimbaud

Acepté viajar a Etiopía sin saberlo. Yo iba simplemente de visita. Andaba en indagaciones etimológicas cuando se me pasó por la cabeza. Abisinia, del árabe "Habasah", mixto, de razas mezcladas. Lugar de cristianos, musulmanes y judíos, piel negra y rasgos semitas, entre África y Asia, País de Nunca Jamás o, como diría R, the In-Between Land.

Rimbaud desapareció en Abisinia, ¿pero en qué país? 

Si taquicardia es el aumento de la frecuencia cardiaca, taquigrafía debería ser el aumento de la frecuencia de tecleo. Son, sin embargo, ritmos contrapuestos. Estaba casi segura, sólo necesitaba un nombre, y ahí estaba, como una boca con caries en los resultados de Google, el agujero que se tragó a la poesía moderna, Harar.

Vivía en una buena casa pero sin amueblar. Para dormir yo no tenía nada más que un catre de campaña, y durante todo el mes no conseguí averiguar dónde dormía él, y lo veía sólo escribiendo día y noche ante una improvisada mesa.
Armand Sauvé, 1888

7. La casa museo: un pasado piloto

Rimbaud llegó a Harar en diciembre de 1888, tras veinte días a caballo. Se marchó definitivamente en 1891. Como si fueran liras, tensaba los cordones / de mis zapatos rotos, / un pie cerca del corazón. Ninguna de las tres casas donde vivió es la actual Bet Rimbo. Lo sé antes de venir, pero me divierte lo falso de cualquier peregrinaje.

Pienso en La nueva taxidermia, de Mercedes Cebrián. Los museos comparten con la fotografía su batalla perdida contra el tiempo y la extrañeza que produce observar un objeto que es y no es del pasado. Tienen una capacidad de herir que no proviene de los elementos previstos de la escena, sino de ciertos detalles que nos apuntan por azar a lo más íntimo. Un museo recrea una realidad indemne, no dañada por la historia. Hay algo tristemente ilegítimo detrás de todo eso; la reconstrucción tridimensional del recuerdo nace ya falseada. Un museo delata el fracaso de una ambición. Sus vitrinas, sus escenarios fingidos adolecen de un intento de detener, acotar, poner bajo control aquello que nos fascina, que no puede abarcarse y que quisiéramos cazar, hacer nuestro. Como si sólo pudiera comprenderse una realidad detenida.

Bet Rimbo es una falsa casa museo, y eso la hace sincera.

8. El Hombre Hiena

Faranji, faranji! son las palabras que más escuchas si eres blanca y rellenita y no te cubres con pañuelo en la ciudad de Harar. Creía que era una ciudad turística. Somos las únicas extranjeras intramuros. En la estación de autobuses nos señalan con el dedo unas doscientas personas. Las calles son un ovillo de barro pintado y cal. Imposible orientarse. Un chaval como salido de Las Vegas (pantalones y zapatos amarillos, camisa ajustada, mostacho y pulseras) dice ser nuestro guía. No hemos contratado a ningún guía. Aceptamos sin dudarlo. Podemos llamarlo Hot Spicy.

Hot Spicy es un adolescente y ya tiene pasado laboral. Se quedó huérfano a los pocos años de nacer y sus padres adoptivos lo echaron de casa cuando tuvieron a su primer hijo natural. Habla un inglés excelente que ha aprendido en la calle con un colega hindú. Es el guía más profesional que he conocido en mi vida. No ha terminado la primaria. Asegura muy serio que no masca khat. On n'est pas sérieux, quand on a dix-sept ans? Hot Spicy me explica que Rimbaud era un pintor francés bastante famoso.

Cruzando al anochecer la Puerta de Zeilah, vamos a hacerle una visita al Hombre Hiena. Las hienas son carnívoras a pesar de que todo el mundo se empeña en tomarlas por carroñeras y tienen la inquietante costumbre de merodear la basura del mercado. El título de Hombre Hiena se traspasa, generación tras generación, para mantener vivo un ritual que exorciza el miedo colectivo: alimentarlas. Nuestro Hombre Hiena lleva una falda tradicional de colores hasta los tobillos y una camiseta del Manchester United.

Nos sentamos en un banco de cemento y los faros de un cuatro por cuatro iluminan la explanada. En el centro, una cesta de mimbre llena de carne cruda. El Hombre Hiena silba y llama por su nombre a las criaturas: Qula!, Jaagi!, Sharmuta! Tardan en llegar pero vienen. Son gigantescas. Para mostrarnos el procedimiento, el Hombre Hiena se agacha y atraviesa un pedazo de carne con un palo. Se lo ofrece a Jaagi de tal manera que se vea obligada a subirse a su espalda para alcanzarlo. Luego nos pide que hagamos lo mismo. En un ataque de estupidez me ofrezco voluntaria. Me arrodillo, cierro los ojos y noto cómo Sharmuta me olisquea muy cerca de la oreja. Huele tan fuerte que me da una arcada. El Hombre Hiena le ofrece carne y Sharmuta apoya sus patas delanteras sobre mis hombros. Pesa más que yo. Entonces se me ocurre que aquello no es una atracción para turistas, sino a costa de los turistas. Las hienas son conocidas no solo por su risa nerviosa, sino también por su lascivia. Sharmuta en amhárico significa "puta" y qula, "pene".

Un fauno estremecido asoma sus dos ojos
y muerde flores rojas con sus blancos colmillos.
Morena, ensangrentada, igual que un vino añejo,
su boca estalla en risas debajo de las ramas.

9. No más palabras

Hasta donde sabemos, Rimbaud dejó la poesía alrededor de 1874. Ese mismo año viajó a Londres acompañado por un joven poeta provenzal, Germain Nouveau. Escribió anuncios por palabras.

Su hermana Vitalie, que fue a verlo, da cuenta en su diario de una visita al Museo Británico: "Lo que más me ha interesado son las reliquias del rey de Abisinia". Poco después, murió de una artritis reumatosa. Tenía 18 años. Cuentan que Rimbaud asistió a su entierro con la cabeza rapada. Una temporada en el infierno predecía: "No más palabras. Entierro a los muertos en mi vientre".

En 1928, Roland de Rénèville publicó Rimbaud le voyant, donde afirma que la búsqueda visionaria del poeta francés concluyó, por la propia naturaleza de su empresa, en fracaso. Dicho fracaso explicaría supuestamente lo inexplicable: su abandono de la escritura. Me pregunto si no se extendió, a raíz de esta popular lectura, un prejuicio aplicado después de forma indiscriminada a las vanguardias: toda experimentación estética es un callejón sin salida.

Rimbaud forzó los límites de la modernidad. Y se instaló de forma coherente en un margen de la civilización, una ciudad extraña para la propia Abisinia, un lugar donde personas y mercancías fluían en un trasiego incansable, donde todo estaba siempre de paso.

Mi jornada está hecha; dejo Europa. El aire marino quemará mis pulmones; los climas perdidos me curtirán. Nadar, triturar la hierba, cazar, fumar sobre todo; beber licores fuertes como el metal hirviente..., como hacían esos queridos antepasados alrededor de las hogueras. Volveré con miembros de hierro, la piel sombría, el ojo furioso: por mi máscara, se me juzgará de una raza fuerte. Tendré oro; seré vago y brutal. Las mujeres cuidan a estos inválidos cuando vuelven de los países cálidos. Me mezclaré en los asuntos políticos. Salvado.

10. Fingir el Islam

Hot Spicy nos lleva a un poblado alejado de Harar: vamos a conocer a los argoba. Llevamos puesta música reggae, bastante popular en la zona porque los muy frikis de los jamaicanos adoptaron como divinidad al último emperador de Etiopía, Hailie Selassie o Tafari Makonnen, al que solía anteponérsele el título honorario de Ras (jefe). Murió el mismo año que el Derg comunista dio un golpe de Estado, en 1975. Los rastafaris, que visten los colores de la bandera etíope y aspiran al misticismo, consideran a Hailie Selassie como creador de toda creación, Cristo encarnado o simplemente Jah (Dios). Con lo fácil que es drogarse sin justificaciones.

El poblado de los argoba es un conjunto de chozas construidas como hace cinco siglos y el lugar más pobre que he visto en mi vida. Me siento incómoda en cuanto bajo del coche. Nos rodean los niños. Están más sucios que el propio suelo. Hot Spicy ha comprado caramelos porque no podemos dar dinero a todos. ¿No podemos? Agarran los caramelos, pero nos miran con sarcasmo. Quiero salir de aquí, volver a Harar, volver a mi casa. Alguien nos anuncia que en el pueblo es día de boda. Sí tenemos dinero para los novios.

La novia yace en el interior de una choza, rodeada por las mujeres del pueblo. Ni rastro de los hombres porque celebran aparte. Los rituales de casamiento duran -nos dicen- una semana. Me pregunto si ya habrán tenido noche de bodas. Por la cara de la chica pienso que sí y que no ha sido, además, una gran experiencia. Me acuerdo de que a ocho de cada diez mujeres que estoy mirando les han amputado el clítoris y tal vez los labios menores.

La madre de la novia nos pide que la acompañemos. Vamos con el pelo cubierto y creen que somos, como ellas, musulmanas. No lo desmentimos. En un país de mayoría cristiana, ser de una religión minoritaria genera mucha complicidad. Nos ponen un matojo de arbusto en la cabeza y nos invitan al festín: una infusión en una taza de barro sucia y una intrigante injiera cuyo único relleno es un centímetro cuadrado de picante. Negro. En este momento se cortocircuitan en mí dos lecciones de mi madre: bajo ningún concepto comas algo cuya higiene no te convenza; sé agradecida. Yo utilizo agua mineral hasta para lavarme los dientes y, aún así, he sufrido estos días la destrucción de mi flora intestinal. La esperanza de vida en Etiopía es de 48 años. Si te ofrecen comida infecta, te la comes. Si te ofrecen un perro muerto, te lo comes. Si te ofrecen un pedazo de mierda, vas y te lo comes. Las argoba rezan por nosotras.

11. Eres una consentida

Damos tumbos en avión hasta Bahir Dar. Me he empeñado en ver los monasterios medievales del Lago Tana y R me concede el capricho si, a cambio, acepto dejarme de visitas culturales y echo unos días con ella en el Simien National Park. Nadie me cree capaz de cambiar mi portátil por una tienda de campaña.

Nuestro alojamiento es un nido de guiris junto al nacimiento del río Nilo. Una vez lo recomendó la biblia del Lonely Planet y los faranji somos criaturas monoteístas. Tiene unos jardines agradables con vistas al lago y sábanas del pleistoceno sin cambiar. En la pared de nuestra habitación, una gigantesca mancha de humedad dibuja con precisión el mapa de África. No quiero tumbarme, no quiero sentarme, no quiero usar el baño. Paseo arriba y abajo como un canario en su jaula. Hay luz y agua corriente. Soy una faranji consentida.

No nos duchamos, pero leemos juntas en la cama practicando las buenas costumbres del matrimonio. Como en los cuentos de hadas, nos cubre un dosel. Empapado de insecticida.

12. Marcapasos

Hay monasterios ortodoxos activos en veinte de las treinta y siete islas del Tana. Visto el trajín de moneda local, se diría que viven más del turismo que de las supuestas plantaciones cafeteras. Los monjes se dejan hacer fotos a cambio de dinero. Tienen una mirada tan intimidante que dan ganas de retratarlos pero ni muerta lo haces. Cada monasterio esconde un arca y muestra una veleta. La primera simboliza los diez mandamientos y la segunda, los siete sacramentos. No somos capaces de enumerarlos ni sumando el total de nuestras molleras judeocristianas, pero nos mostramos muy interesados y muy respetuosos y decimos todo el tiempo que sí con la cabeza.

Dejamos nuestros zapatos en la puerta del templo: las botas de trekking, que miran de frente con el aire rotundo de un hombre instruido; las chanclas de playa, tan orgullosas de no tomarse nada en serio; las sandalias de cuero, esperando dubitativas en ángulo agudo. Dentro del monasterio, las pinturas murales hablan ghez, la lengua litúrgica de Abisinia. Juan el Bautista chupa el pecho de su madre amortajada. Un cuervo bebe lágrimas de santo.

Nos movemos a gran velocidad, de isla en isla, porque la turista alemana se impacienta. Hay a quien le implantan un cronómetro en lugar de un marcapasos. En el bote, hablamos de trabajo con una pareja israelí. Mi amiga R explica que estuvo hace unos años en los campamentos saharauis, donde se alojan los refugiados del segundo territorio del mundo oficialmente ocupado. Yo pensaba que en Gaza -responde la israelí- tenían su propio Estado.

13. Ni una gota de agua

Por derechos históricos, Egipto es dueño y señor del río Nilo. El ochenta y cinco por cien de su caudal proviene, sin embargo, de Etiopía: el Nilo engorda pero nunca se detiene en sus tierras altas. Esas mismas tierras cuyas sequías azotan a una población acostumbrada a la falta de agua y de electricidad, acostumbrada al hambre. Para romper la costumbre, Etiopía ha decidido construir un embalse tan monumental como la aseveración que implica: Egipto no es dueño y señor del río Nilo.

Las autoridades de El Cairo no quieren, como era de esperar, que embalse y aseveración lleguen muy lejos. Con la intención de evitarlo, celebraron ayer una reunión en la que han barajado medidas bélicas, advirtiendo que no se cederá ni una gota de agua. La reunión, que era secreta, fue retransmitida en directo por razones tan inverosímiles que podemos considerarlo un acto, si no voluntario, al menos fallido.

Solo se me ocurre un derecho histórico legítimo: la necesidad. ¿No es la sed dueña del agua?

14. Pintarse la cara

Aunque en realidad es una ciudad de montaña, Bahir Dar tiene, gracias al Lago Tana, un desenfadado aire costeño. Después de cinco horas en barco, decidimos salir por la noche y visitamos un club cultural. Escondo la guía de viajes en un gesto inconsciente: no puede esconderse nuestra naturaleza faranji. Mi cara luce roja y ajena como la superficie de Marte.

Los parroquianos del Balageru Club son turistas interiores de Etiopía atraídos por el azmari, un espectáculo musical bufonesco que se representa allí todas las noches. Los bailarines zarandean los hombros y la cabeza como muñecos desencajados: se te ponen muy cerca, invitándote a acompañarlos, conscientes de que nuestra proverbial rigidez europea es un segundo divertimento. Entre baile y baile, entran en escena dos juglares que tocan violines de una sola cuerda mientras improvisan versos satíricos sobre el público. Sus víctimas favoritas somos, por supuesto, nosotras. Ni idea de lo que dicen, pero el club se viene abajo a carcajadas y nos reímos con ellos porque, hay que reconocerlo, son graciosos.

Me acuerdo del minstrel, ese género estadounidense de teatro musical en el que blancos con la cara tiznada parodiaban la cultura afroamericana de las plantaciones, llegando a tal grado el absurdo que, cuando se permitió a los afroamericanos representarse a sí mismos, tenían que tiznarse también la cara porque al público no le parecían suficientemente negros. Esta noche, en las antípodas de Alabama, la burla de los juglares hace con nosotros, sin saberlo, justicia poética.

15. Open the door

Acordamos con nuestro hotel que un minibus nos recogerá de madrugada para visitar los castillos de Gondar antes de partir hacia el Simien National Park. El minibus resulta ser una furgoneta manejada por dos tipos de gesto torvo que, tras recogernos, empiezan a dar vueltas por la ciudad a la caza de pasajeros. Pasan por la estación de autobuses, deambulan de calle en calle gritando el nombre de su destino, vuelven a la estación. Dos horas más tarde, seguimos en Bahir Dar y los pasajeros que se han ido subiendo a la furgoneta empiezan a quejarse. Ha volado la mañana que reservamos para Gondar. Ya somos quince en un vehículo de seis plazas y siguen buscando. La chica que hay sentada a mi lado protesta con rotundidad. Se adensa el aire en la furgoneta. El conductor y su acompañante responden con desprecio y ella empieza a alzar la voz. No sabemos ni dos palabras en amhárico, pero la señalamos diciendo con la cabeza y gritando She's right! She's right! Exige que le abran la puerta y el conductor se niega en muy malos términos. Empezamos a ponernos nerviosas. En un par de ocasiones logran sentarla por la fuerza, pero la chica escapa en un semáforo. R y yo nos miramos: ahora o nunca.

Salto hacia la calle. El resto de pasajeros amaga con lo mismo pero, detrás de mí, la puerta se cierra con violencia. R sigue dentro. Empiezo a gritar, logro entreabrirla y forcejeo con el tipo que trata de cerrarla. Es el momento de decir lo que me he callado hasta ahora:

She's a member of UN.
Open the door.

La puerta se abre sin resistencia y R sale disparada como el vapor de una olla a presión. Tras ella, el resto de pasajeros. Notamos en la espalda el peso de una sombra: lastre de ganado.

16. David Attenborough II

Tras horas de viaje en otra furgoneta, con veinte pasajeros, tres gallinas y un conductor tirando a amable, llegamos a un pueblo de montaña a los pies del Simien National Park. Decir de montaña en un país cuya altura media ronda los dos mil metros es apuntar muy alto. La ropa que traigo -descubro- resultaría muy adecuada para caminar por la sabana, pero el Serengueti sigue en Tanzania y yo me estoy muriendo de frío. Como no hay dónde comprar un anorak, alquilo una manta de lana con la que me envuelvo al estilo etíope. Mi look guiri da un giro esperpéntico. Se ha ido la luz en toda la región. Nos movemos por el hotel con dos linternas de minero en la cabeza.

Para entrar en las Simien Mountains es obligatorio contratar un scout y un guía en las oficinas públicas del parque. Un scout no es, en este sitio, un explorador con pantalones cortos que combina las actividades al aire libre y la asistencia social: es un miembro armado de las milicias locales. El miliciano que nos han asignado se llama Aiele. Lleva un chandal de tres colores, un rifle del siglo XIX y la manta de rigor. El nombre del guía es Dereje, pero tardamos en sonsacárselo porque se empeña en presentarse como David. Dereje es el nombre que ponen en Etiopía a los niños que nacen para compensar la muerte prematura de un hermano: significa sustituto.

Cuando tenía quince años -nos cuenta Dereje- conoció al que terminaría convirtiéndose en su hombre modelo: un divulgador televisivo de la ciencia llamado, ni más ni menos, que David Attenborough. Dereje era entonces un guía sin licencia, pero fue a él a quien escogió el carismático científico para acompañarlo durante el año que pasó en las Simien rodando un documental. De aquella intensa y breve amistad, Dereje conserva su seudónimo, un amor sin límites por el progreso y un inglés admirable. Aunque acaba de cumplir treinta años, David Attenborough II aparenta cuarenta y cinco. Es, como él mismo dice, un saco de huesos. Tiene una sola muda de ropa y le cuelga la suela de las zapatillas. Después de orinar entre los matojos, me pide mi gel antibacteriano.

17. Sujeto y paisaje

Caminamos durante horas, trepando rocas y bordeando desfiladeros a tres mil seiscientos metros de altitud. Me acuerdo de todos mis propósitos de hacer deporte cotidiano. El corazón me late tan rápido que no distingo la frecuencia: estoy dando una sola nota de gong. Para protegernos de las lluvias, nos han dejado un chubasquero del ejército israelí. Ese mismo ejército que, en 1991, trasladó en una operación relámpago a quince mil judíos etíopes amenazados por la crisis del régimen comunista. Más de mil personas fueron embutidas dentro de un Boeing 747, durante el vuelo con más pasajeros de la historia. El padre de Dereje era judío, su madre ortodoxa. Ellos decidieron quedarse pero conservaron los chubasqueros.

Paramos cada hora frente a una perspectiva siempre más asombrosa que la anterior. Las Simien Mountains dejan sin efecto al sublime kantiano: su belleza no te paraliza, no subraya tu insignificancia, no te sobrepasa hasta el dolor. Para hacerlo, tendría que confrontar a sujeto y paisaje, categorías que las Simien vuelven indistinguibles. Asomarse a un acantilado de dos mil metros te disipa el ser.

Dereje, que está enamorado del amor ajeno por sus montañas, nos cuenta que estos cortados fueron el escenario de dos superproducciones estadounidenses: Parque Jurásico y Avatar. Nos describe con detalle los fotogramas paisajísticos y alega la implicación de Richard Attenborough, hermano del documentalista, en la selección de los escenarios. El móvil de mi amiga parece contradecirlo. Localizaciones: Hawai, California, Nueva Zelanda. Ni rastro de Etiopía. ¿Son todos los paisajes el paisaje para Dereje? ¿Es más real un espacio que autoriza la ciencia ficción? La niebla extiende sus cortinas.


18. Vigilar el miedo

Pasamos la noche en el primer campamento base: una gran explanada con dos chozas redondas para cocinar. Aquí descansan varios guías, porteadores y scouts. Instalamos nuestra tienda de campaña. Unos metros más arriba, una misteriosa carpa de Decathlon parece resistir mejor que la nuestra los embates del viento. Dereje nos recomienda poner todo bajo resguardo. Se avecina una tormenta.

Trasladamos la tienda montada al interior de la choza donde descansan Aiele, Dereje y varios compañeros suyos que no conocemos. Bajo la mirada vigilante de todos, cocemos un paquete de pasta. Nadie ha traído agua ni comida. Dentro de la choza, somos las únicas que superan los cincuenta kilos. Repartimos los frutos secos, repartimos la pasta. Cada vez que salimos de la choza desaparece una chocolatina. Los envoltorios permanecen en el suelo como la piel de una serpiente.

Después de la tormenta, empiezan a bajar las temperaturas. Dereje enciende una hoguera dentro de la choza porque no hay puerta ni ventanas que cerrar. Las hienas ríen a lo lejos. Alrededor de la hoguera, los hombres guardan silencio y escuchan la radio con un móvil. El más joven lo sostiene en alto, dibujando con su sombra una estatua de la libertad. Dentro de los sacos de dormir que hay dentro de la carpa que hay dentro de la choza, los escuchamos atender. R se duerme y yo vigilo mi inquietud. Nuestros compañeros de choza se envuelven con sus mantas hasta la coronilla y se tumban sobre el cemento. Parecen gusanos de seda.

19. Teletransporte

Agradezco el amanecer. Empacamos aprisa y nos disponemos a emprender la marcha. De la tienda de Decathlon sale un británico envuelto en una colcha elegante como una toga. Cobro conciencia de mi aspecto: no llevo mochila sino un hatillo improvisado con una manta de flores. Hace tres días que no me ducho y llevo puesta encima toda la ropa que tengo. Nos saludamos. En contraste con nuestro inglés hispano-africano, su acento British suena presuntuoso. Lo dejamos tomando el té en una mesita plegable.

En el camino de vuelta, unos niños de la zona nos ofrecen cestillas de colores. No compramos ninguna porque se abalanzan sobre nosotras y Dereje, siempre didáctico, considera que deben aprender a comportarse. Seguimos ascendiendo penosamente por un perfil escarpado y arriba nos encontramos con los mismos niños, que han llegado sin esfuerzo aparente, como por teletransporte. Están bailando para nosotras al son de un violín construido con una botella de plástico. Me pregunto qué serían capaces de hacer si volvemos a ignorarlos.

Nos despedimos de Dereje, nos despedimos de Aiele, nos despedimos de las Simien. Conseguimos meternos en la primera furgoneta camino de Gondar, donde tomaremos el avión de regreso. La vuelta se acelera de repente. En Gondar nos permitimos nuestro único restaurante en condiciones. Los camareros son exquisitos y el local está decorado con un refinado sabor local. Antes de comer, nos ofrecen un cuenco con agua limpia para lavarnos las manos. Llevamos más de una semana comiendo lo incomible. Pillamos en el restaurante de lujo una intoxicación alimenticia.

20. El callejón de la paz

Evalúo, en el aeropuerto de Addis, mis heridas de guerra. Excepto la mamba negra, me ha picado todo lo que podía picar. Antes de subir al avión, dibujo un círculo azul alrededor de cada picadura para controlar que no me salgan nuevas. El gesto me trae a la cabeza mi primer viaje de estudios y a aquel compañero que dijo durmamos la siesta, y me quitó el pareo, y me trazó sobre la piel con un bolígrafo el perfil exacto del bañador. El tiempo agranda los detalles.

Hago transbordo en Estambul y leo que la policía turca está tratando de frenar el avance de la primavera. Miles de trabajadores en huelga han sido desalojados de la plaza Taksim, en cuyo centro permanece un único manifestante con los brazos pegados al cuerpo. Guarda silencio y lleva una bolsa. No puede detenerse a un hombre de pie. La policía ha expulsado a quienes intentaban acompañarlo: en señal de apoyo, han dejado sus zapatos en el suelo, rodeándolo como un cardumen. El aeropuerto se mantiene impermeable a todo acontecimiento. Este mármol que piso es menos real que la Turquía alzada de Internet.

Mientras franqueo el último control de seguridad, a punto de volar hacia Barajas, me acuerdo del Callejón de la Paz: un pasadizo harari que cruzan en sentido opuesto quienes buscan reconciliarse, porque la estrechez de sus paredes te obliga a rozarte al pasar. Me pregunto qué hubiera ocurrido si Rimbaud y la poesía lo hubieran atravesado al mismo tiempo. Me pregunto si traigo de este viaje alguna reconciliación. Mi maleta de regreso es considerablemente más ligera que la de partida. Cuánto tiempo será necesario para volver sin nada.